Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
NOTICIAS SECRETAS DE AMÉRICA



Comentario

SESION SEPTIMA


Continúase el trato que se les da a los indios en el Perú, y la injusticia en haberlos despojado de la mayor parte de las tierras que les pertenecían; del perjuicio que en esto se va adelantando cada vez más, y del poco abrigo que hallan en los protectores fiscales para que los defiendan y procuren les sean guardados sus fueros y derechos con aquel fervor que era necesario. [Los hospitales para indios.]



1. Como son tantos los recursos que la malicia previene para adelantar y acrecentar las hostilidades a los indios, suministran éstas asuntos por todas partes para dilatar la relación de lo mucho que padecen. Lo que se ha dicho en las tres sesiones antecedentes pudiera ser bastante para que se comprendiese la tiranía a que está sujeta aquella miserable gente, pero no quedaría perfecta si se omitiese lo que debe contener esta [sesión], cuyo asunto no es menos importante que aquél, pues si allí se trata de lo mucho que todos se utilizan a costa de lo que agencian los indios, aquí debemos tratar del poder que tiene la codicia para desposeerlos aun de los medios de adquirir lo necesario para su sustento, y [de] lo preciso para la legítima contribución de los tributos a Su Majestad, única pensión que, según la piadosa mente de los reyes de España, católicos en todo, deberían tener, y tan moderada o regular que en ningún modo les serviría de carga, si estuviesen a sola ella reducidos. Este es el sentir de los mismos indios, de quienes lo hemos oído en distintas ocasiones, ya a algunos caciques, ya a otros de aquellos que nos asistían en los lugares desiertos que nos servían de habitación; con cuyo motivo, y el de aposentarnos unas veces en sus mismas casas o chozas, otras en las haciendas de todas especies, y en los pueblos, tuvimos bastante ocasión para ser testigos de sus clamores, y sabidores de las extorsiones e injusticias con que son molestados, asuntos [éstos] que han especulizado muy superficialmente, o nada, aun los mismos ministros que van a aquellas partes; unos, porque no se les proporciona tanta coyuntura para ello, y otros, porque no ponen cuidado más que en aquello que les tiene cuenta, y en lo que pueden adelantar su fortuna. Pero como en nosotros no militaba la misma circunstancia, porque nuestro conato no aspiraba a hacer mayor caudal que el de las noticias, ni a procurar en él otros adelantamientos que los de su seguridad y certidumbre, podemos decir, con toda confianza, [que] logramos el fin y satisfacción del deseo tan completamente como lo apetecíamos; nuestro pequeño y reducido tren no les infundía encogimiento a los indios para que, a nuestra vista, se acortasen; la familiaridad y el agrado con que los tratábamos, mirándolos como hombres y personas de nuestra misma especie, desahogaban y hacían cobrar aliento a la pusilanimidad de sus corazones para hacernos relación de sus sentimientos; la cabida que trabamos con ellos (y lo mismo los franceses) les infundía confianza para hacernos partícipes de sus quejas; la puntualidad de la paga a los que nos asistían, les daba motivo a que refiriesen la mala con que les correspondían los demás a quienes servían, y, últimamente, la [condición] de transitar por espacio de más de nueve años de unas provincias a otras, nos dio sobrada ocasión para confirmarlo todo, y aun para ver más de lo que ellos nos decían.



2. Una de las cosas que más mueven a compasión por aquellas gentes, es verlas ya despojadas totalmente de sus mismas tierras, pues, aunque a los principios de la conquista y establecimiento de los pueblos se les asignaron a éstos algunas porciones con el fin de que se repartiesen entre los caciques e indios de su pertenencia, ha ido cercenando tanta parte la codicia que, ya al presente, son muy reducidos los ámbitos que les han quedado, y la mayor parte de ellos están sin ningunas [tierras], unos, porque [abusando] de poder absoluto se las han quitado; otros, porque los dueños de las haciendas vecinas los han precisado a que se las vendan, y otros, porque con engaños de aquéllos, los han persuadido a que se despojen de ellas.



3. El primer cacique que conocimos en la provincia de Quito fue el del pueblo de Mulahaló, perteneciente al corregimiento de Lacatunga; llamábase éste don Manuel Sanipatin, hombre muy razonable, y tan amante de su rey que no podía disimular su mucha lealtad. En una de las ocasiones que se ofreció transitar por su pueblo y nos hospedamos en su casa, pobre a la verdad de alhajas pero llena de voluntad y de agrado, entre otras cosas de que se quejaba fue una: que teniendo dos pedazos de tierra que le pertenecían, y donde hacía sus siembras, un español dueño de hacienda, su vecino, deseando extender la suya con la agregación de la ajena, hizo postura en Quito, ante la Audiencia, del un pedazo; y aunque el cacique acudió inmediatamente a la defensa correspondiente, no pudo conseguir nada y, de un día al otro, le despojaron de su tierra, sin que le sirviesen súplicas, instancias, ni representaciones, ni hubiesen sido útiles las que interpuso ante el protector fiscal para que pusiese la eficacia necesaria en la defensa. Por este mismo tenor se venden, todos los días, tierras de los indios, luego que hay quien las solicite con empeño; este desorden proviene de que, como los indios no tienen más títulos de ellas que la antigua posesión, porque, aunque los hubiera, no son capaces de acertar a citar el oficio o archivo en donde estén, se dan por desiertas, y como tales se venden, coloreándose con este disfraz la injusticia. De esta suerte se han ido agrandando la mayor parte de las haciendas que ahora poseen los españoles seglares y comunidades, y aminorando las chácaras de los indios, a cuya proporción es forzoso disminuya también el número de ellos.



4. En la hacienda de Guachala, de donde se citó en la sesión antecedente el caso sucedido al padre José de Eslava, fuimos testigos de otro [caso] tocante al despojo de las tierras que suelen padecer allí los indios. Porque, habiendo llegado a ella a hacer noche en ocasión en que su dueño estaba allí, envió éste (luego que entramos) a llamar un indio que tenía tierras en su vecindad, y fingiéndole una ridícula fábula sobre el motivo de nuestra llegada, consiguió de él que, por una cosa muy corta, le dejase las tierras, entrando él a su posesión desde aquel día. Concluido con el indio el negociado, nos lo dio a entender el mismo dueño de la hacienda, de quien supimos cómo había mucho tiempo que solicitaba que el indio se las vendiese, el cual no convenía en ello, y no teniendo juego en la Audiencia para intentar el medio de que se las adjudicasen como usurpadas y realengas, echaba ideas sobre el modo de lograrlo, hasta que pudo su malicia conseguirlo, dándole a entender al indio que los franceses y nosotros íbamos, de orden del rey, a reconocer todas las tierras que tenían usurpadas los indios a los españoles, para despojarlos de ellas y volverlas a sus dueños; que las que él estaba gozando no le pertenecían, porque hallándose tan inmediatas de su hacienda, era usurpación de ella, y que así tratase de dejárselas buenamente, y le daría de caridad alguna cosa por cuenta de su valor, pero que si no condescendía en ello, pues ya estábamos en la hacienda y era éste el fin con que habíamos llegado, nos daría la queja, y entonces, por vía de justicia, se le quitarían y sería castigado como usurpador de lo ajeno. El indio, cuya simplicidad (regular en toda aquella gente) no alcanzaba a conocer la depravada intención del que le engañaba, creyendo ser cierta toda la artificiosa fábula, no se detuvo en cedérselas, y desde allí pasó derecho a mudar su pobre choza y dejárselas desembarazadas, pues, para evitar que no tuviese lugar de arrepentirse viniendo en conocimiento del enredo, le compró también las simientes que tenía sembradas.



5. Otros se valen de medios más inicuos que el antecedente, haciendo que los mayordomos de sus haciendas los persigan, incitándolos a provocación para tener motivos de ajarlos. Y de este modo consiguen, que, aburridos, les vendan las tierras, por hacérseles insoportables la vecindad de los españoles ricos y poderosos.



6. Dos beneficios grandes consiguen los dueños de las haciendas despojando a los indios de sus tierras: el uno es el agrandar las suyas, como queda dicho, y el otro, el que aquellos indios se vean precisados a hacer mita voluntaria, porque no hallando otra cosa equivalente en qué emplear aquel dinero y teniendo contra sí la ambición de los corregidores y curas, apenas se lo sienten cuando, buscando medios de conseguir su intento, hacen que pase a sus manos, sin que el indio saque ningún aprovechamiento; éste, que se halla sin tierras ni modo de mantenerse, no puede pagar el tributo cuando se le cumple el plazo, y se ve precisado, huyendo de un obraje, a venderse en una hacienda para que su amo lo satisfaga por él. Pero también resulta de esto su disminución, porque, empezando a entrar en él y en su familia la miseria, mueren y se consumen.



7. Son los indios de una cortedad y encogimiento tal que, faltándoles explicación y actividad para hacer valer sus derechos cuando llega la ocasión de necesitarlo, cerrados en las palabras mano o ari, no o sí, les falta resistencia, o formalidad, para hacer oposición en los litigios contra la malicia de los que pretenden usurparles lo que les pertenece; y por esto, despreciando los jueces sus defensas, creyendo que son enredos y mentiras de indios, los despiden, reprendiéndoles tal vez con severidad, de que resulta ser muy rara la ocasión en que la justicia se declare a su favor. Regularmente es la parte contraria algún sujeto de los más lucidos de la población, y tiene de su parte no sólo la voluntad de los jueces, sino también la amistad del protector, con que, a poca diligencia, tienen lo suficiente para conseguir lo que desean. Por esto deberían atender los ministros en las defensas que hacen los indios cuando se les quiere despojar de las tierras, o de otra cosa que les pertenezca, no a la fuerza de sus expresiones, ni a la solidez de las pruebas, porque una gente del todo rústica y poseída de ignorancia y simplicidad no puede darlas con la formalidad que sería necesario en rigor de juicio, sino a la cortedad de sus talentos, a la posesión de la alhaja, y al bien común de unas personas tan miserables y abatidas, y a procurar los medios de que no se disminuya la nación, sino, antes bien, se aumente por ser ella la que mantiene las Indias con su sudor y trabajo en las campañas; la que saca las riquezas, con el afán de sus tareas, de las minas, y la que sirve de instrumento para el comercio de géneros del país, con que se trafica en todos aquellos reinos, fabricando los que sirven al vestuario de toda la gente pobre, y, finalmente, ser los indios los que, sin fraude, contribuyen al erario todo el fondo con que se mantienen los ministros y jueces para el gobierno de aquellos reinos, [con que se mantienen] las guarniciones de las plazas para su defensa, y los que concurren por todos modos a las urgencias que se ofrecen en ellos. De tal suerte que, bien considerado, si faltasen, se habrían de reducir los habitantes españoles y mestizos a otro modo de vida muy distinto del que tienen ahora, o no sería posible que se mantuviesen aquellos países tan dilatados, ricos y abundantes.



8. La naturaleza, el genio y los cortos alcances en que al presente están los entendimientos de los indios, se hacen acreedores a que se reputen en todo tiempo por menores, mediante que si hoy se desposeen de una alhaja por atender a la presente urgencia, es no alcanzando a reflexionar la falta que les hará mañana. Esto asentado y a que así lo previenen las mismas leyes de Indias, aunque ellos quisieran vender las cortas tierras que les pertenecen voluntariamente, no se les debería permitir, para que, conservándolas siempre, nunca les faltase con qué mantenerse, y con ellas les fuese más llevadero el desagüe de lo que les estafan los corregidores, y de lo que les hacen contribuir los curas, y estuvieran en más proporción de poder satisfacer los tributos. Por esto sería acertado que hubiese una ley rigurosa prohibiendo que ningún indio pudiese vender las tierras que les perteneciesen, con pena de que el que se las comprase, las perdiese luego que fuese delatada la venta por otro indio, y éste las [pudiese] adquirir para sí. Asimismo, que las tierras realengas, en dos o tres leguas alrededor de las poblaciones, se adjudicasen a los indios, y que ningún español ni mestizo no sólo no las pudiese comprar mas tampoco sembrar, o pastear ganados en ellas, aunque estuviesen desiertas, porque se valen de este pretexto, aun estando regadas en ellas las simientes, para adjudicárselas y quitárselas a los indios, atrevidos de verlos tan despreciados y abatidos.



9. Y puesto que la mayor parte de las haciendas, y algunas todas enteras, se han formado con las tierras que se les han quitado a los indios, a unos con violencia, a otros con el incierto supuesto de ser libres, y a otros con engaño, convendría, para que aquella nación respirase de la estrechez en que vive y reparase en parte su infelicidad, si no el mandar que se les volviesen todas las que les pertenecían desde un cierto tiempo a esta parte, a lo menos que se les restituyesen la mitad de las que se les han quitado después de 20 años. Lo cual se pudiera hacer, según nos parece, sin escrúpulo de conciencia, mediante lo que se ha dicho, porque el que compra una alhaja a menor, sin la debida solemnidad, el que la compra con engaño, y el que la usurpa, están condenados en la pena de la restitución y en la pérdida de lo que dieron por ella; y así se les haría equidad, aun en dejarles la mitad. Este es, a nuestro parecer, el único medio por donde se pudiera atajar la disminución de los indios: dándoles con que se mantengan; de lo cual resultaría adelantamiento en los tributos, porque mientras más indios [haya], mayor será su monto, si al mismo tiempo se consigue que haya mejor conciencia y menos fraude en los corregidores.



10. Es sin duda que, si esto se plantificara, sería de temer alguna alteración en los que hoy están gozando las tierras de los indios, mayormente habiendo entrado ya la mayor parte de ellas en las comunidades, sobre lo cual se tratará en particular. Pero, a lo menos, se podría disponer que el mal no se aumentase, ordenando que ni los indios pudiesen vender las cortas tierras que poseen, ni las Audiencias disponer de ningunas con el título o motivo de ser libres, sino que las repartiese entre los indios de aquella jurisdicción a donde correspondiesen, con el régimen y método de no adjudicar a los de un pueblo las que perteneciesen a otros. Y con este arbitrio se conten-dría el menoscabo de aquella gente, ínterin que se proporcionase coyuntura para poderles restituir parte de las muchas que hoy se les tienen usurpadas.



11. La mayor dificultad que se nos ofrece, en este particular, es que se observasen estas órdenes con la puntualidad que se necesita, y que no se olvidasen, como regularmente sucede, después que ha pasado algún tiempo. Este es un asunto bien arduo en aquellos países, pues, si no estuvieran sujetas a tanta omisión las que previenen las Leyes de Indias a favor de sus naturales, son éstas tan aventajadas que con sólo el que se guardaran lisa y llanamente, no podría quedarles qué apetecer a los indios. Así lo conocen ellos en medio de su rusticidad, pues varias veces les tenemos oído repetir que tanto cuanto lo estiman las majestades de los reyes, mirándolos con paternal amor, los aborrecen los españoles, tratándolos con la mayor tiranía, como si fuesen los enemigos más acérrimos. Y no dejan de alcanzar, aun con la cortedad de sus talentos, que la recta justicia del monarca castigaría severamente a los que los hostilizan tanto, si tuvieran ellos la dicha de que llegase a su real inteligencia la noticia de lo mucho que sufren y el modo con que lo padecen; pero también conocen que es para ellos tan remoto este recurso, cuanto es menos capaz de la explicación la cortedad de sus alcances, [y] de poder rebatir la astucia de los siniestros informes que continuamente se hacen allá, proporcionados solamente a reducirlos cada vez a peor estado y a mayor infortunio.



12. No sería el mayor perjuicio respecto de los dueños de las haciendas, tanto seglares como eclesiásticos, la restitución a los indios de la mitad de las tierras que, desde 20 años a esta parte, les tienen usurpadas, mediante que hay particular con cuatro o cinco, y aun hasta ocho y nueve haciendas distintas, y hacienda en la provincia de Quito que coge 40 leguas de circuito, con que el que de cada una se restituyera un pedazo de tierra, proporcionado a su capacidad, de una legua o aunque fuera de dos, parece que no sería disminuirles las posesiones considerablemente; pero como las tierras que pertenecen [ o pertenecieron ] a los indios son las más cercanas a los pueblos [y] gozan mejor temperamento para la labor que las más distantes o que se extienden sobre los páramos, por esta razón son más apetecidas, y sentirían el largarlas. Las que se componen de páramos sirven, por lo regular, para mantener las vacadas y los rebaños, aunque absolutamente no les falten sitios adecuados para la labor, como son las cañadas y lugares bajos; como van a la mayor conveniencia, lo es para sus dueños no hacerla en aquellos parajes, y [sí] sembrar en los que están más a la mano para recoger las simientes y para conducirlas a las poblaciones. Aquellos sitios de los páramos nunca les son útiles a los indios, porque no tienen crías de ganados tan cuantiosas que necesiten páramos para mantenerlas, ni los espacios adecuados para siembra que hay en ellos, tampoco, porque los indios hacen su habitación o en la misma tierra que les pertenece, o en los pueblos cuando están cercanos a ellas, para poderlas guardar, con que si estuviesen retiradas, les sería forzoso irse a vivir allá, lo cual no convendría, porque alejándose de los pueblos, sería pensión para ellos el tener que caminar ocho o diez leguas los domingos y días de fiesta para ir con toda su familla a oír misa y asistir a las demás obligaciones de cristianos, y al mismo tiempo se daría en el escollo de la dificultad de gobernarlos e instruirlos.



13. No son tampoco propios para los indios aquellos lugares retirados, porque siempre se debe excusar el que sus tierras tengan vecindad con las de los españoles, para evitarles las ocasiones en que los mayordomos y los mismos dueños de las haciendas los perjudiquen, o que ellos lo hagan a los españoles, sea por descuido o de pura malicia (como pretenden éstos), y que con este motivo los ultrajen y tengan continuamente en ojeriza.



14. Por el mismo orden que les quita a los indios la posesión de las tierras que les pertenecen, hallándolos endebles y sin apoyo, se ejecuta con todo lo demás, y puede servir de bastante prueba lo que actualmente está sucediendo en Quito. Tiene aquella ciudad, entre los conventos de monjas, uno de Santa Clara, de fundación real, el cual se hizo para que las hijas de los caciques pudiesen tomar el hábito en él, porque aunque indias nobles, no querían admitirlas en las otras comunidades, y habiendo llegado sus quejas a la real mente, determinó se fundase éste para ellas. Mas, viendo las cacicas [que] eran pocas y, por consiguiente, corto el número de religiosas que había de ellas, abrieron la puerta desde los principios, y admitieron españolas, las cuales, hechas dueñas del mando, no quieren ya recibir a aquellas para quienes se fundó, y cuando les hacen la mayor equidad, las admiten únicamente de legas. Algunos caciques, y entre éstos uno de los que conocimos, no queriendo convenir en que su hija tomase el hábito de lega, sino de religiosa de coro y velo negro, y hallando repugnancia en las otras monjas, dieron sus quejas a la Audiencia y pidieron al protector que los defendiese, pero nunca pudieron salir con su intento, porque no hallaron ni en el tribunal, ni en su defensor, la protección y actividad que deseaban, y quedaron como antes, perdido el fuero de que sus hijas pudiesen ser religiosas en la clase que las españolas. Lo mismo experimentan en todos los demás asuntos de fueros y derechos, porque siempre sacan el peor partido, y en mucha parte depende del poco abrigo que encuentran en el protector.



15. Hallándonos en aquellas provincias, fue depuesto del empleo de protector de los indios de la Audiencia de Lima, don [Pedro] José de la Concha, porque llegaron a Su Majestad y sus ministros las quejas de lo mal que cumplía con la obligación de su ministerio. Es cierto que las quejas fueron justas, pero los que estábamos registrando la conducta de otros que se hallaban en iguales empleos, y veíamos que no le acompañaban, siendo tan dignos de ello como aquél, conocíamos hasta adónde llega el poder de las grandes distancias, pues, como casualidad dejó correr aquellas quejas hasta que terminasen su carrera, cuando quedan rendidas otras muchas en ella, y sin alientos para poderla concluir.



16. En prueba de todo lo que dejamos dicho, y de que son los indios contra quien va a parar todo, y los que cargan siempre con la peor parte, aunque sería suficiente para convencerlo lo anteriormente digo, nos ha parecido conveniente añadir lo que a nuestra vista se ejecutó con ellos.



17. El año de 1741, cuando el vicealmirante Anson dejó asolado el pueblo de Paita, se despachó de Quito a Atacames, para la seguridad de aquel puerto y resguardo del nuevo camino de Esmeraldas, la gente vagabunda y perdida que se hallaba en las cárceles, de la cual se formaron varias compañías, y éstas fueron las que se repartieron, unas para socorrer a Guayaquil, y las restantes para defender este otro puerto y camino. Para que fuese esta gente, y llevar las provisiones necesarias, se echó mano de las mulas que tenían los arrieros, y como era el destino que se les había de dar, servicio del rey y bien común, se determinó que no se les pagase ningún flete. Esta providencia no hubiera sido tan desacertada si, como comprendió a los indios, se extendiera igualmente en todos los vecinos de Quito y de los otros lugares acaudalados, que son los que tienen en sus haciendas recuas considerables para conducir sus frutos en ellas; pero no se ejecutó en esta forma aunque se había dispuesto así, porque tanto los eclesiásticos como los seglares españoles, que tenían mayor interés que otro ninguno en la defensa de su propio país y riquezas, se negaron a ello, y no queriendo concurrir los unos por el fuero de eclesiásticos, y los otros por la autoridad de caballeros, toda la desgracia vino a resultar contra la miseria de los indios, que no teniendo por todo caudal más que cuatro o seis mulas, con cuyos fletes ganaban para mantenerse y para pagar los tributos, quedaron de una vez sin este pequeño alivio. Porque, habiendo emprendido el viaje, las fragosidades del camino fueron causa para que, fatigadas, se les quedasen rendidas, contribuyendo también la diferencia del clima, porque, estando acostumbradas al frío de los páramos y de la provincia de Quito, pasaban al calor y continua humedad que son propios en aquellas montañas [y] les faltó la resistencia; de tal modo que, aun no llegando a la veintena parte de las que emprendieron el viaje las que retrocedieron, intentando salir de la montaña de Esmeraldas acabaron de morirse todas, unas antes de conseguirlo, y otras después que volvieron a entrar en el temple frío, y sus dueños las perdieron enteramente, sin tener recompensa alguna de ello. Ya se puede considerar de la suerte que quedarían, [pues] siendo su ejercicio el de arrieros, y no teniendo más caudal ni finca que aquélla, ¿en qué poder poner la esperanza de recuperarlo?



18. Supuesto lo antecedente, falta ver si se podría encontrar algún remedio a tanto daño, y mediante que el ser desatendidos pende, como se ha dado a entender, de no encontrar el apoyo necesario en los que deben defenderlos, debemos considerar ser esto provenido de dos causas: la primera, de que siendo vicio envejecido de todos los que pasan a Indias con empleos, llevar fijado el ánimo en hacer caudales, sin particularizarse en esto, lo ejecutan al correspondiente de los demás los que obtienen los cargos de fiscales protectores de indios; y la segunda, que por lo regular estos sujetos no son hábiles en el lenguaje [de los indios], circunstancia que se hace tan precisa en éstos como en los curas, y no así como [se] quiera, sino que, siendo tan corta en palabras la [lengua] que usan los indios, y compuesta de expresiones figuradas y alusivas, es forzoso para entenderlas bien, poseerlas con perfección. En este supuesto, sólo se ofrece a nuestra idea un recurso, que podrá hacerse extraño por no estar en práctica, pero [que] es el único que puede salvar aquellos dos inconvenientes; y el que parece más proporcionado para el efecto consiste en que las plazas de protectores fiscales, con los mismos honores, autoridad y privilegios de que son anejos a ellas al presente, se proveyesen en los hijos primogénitos de los caciques. Esta idea, que al mirarla de repente parece cosa monstruosa porque nunca se ha visto propuesta, y que aparenta, contra sí, grandes inconvenientes, todos ellos son puras fantasmas de la imaginación, porque, bien digerida y puntualizada, se encontrará en ella tanta fuerza que no sólo desvanecerá cualquier repugnancia, sino que podrá hacerse acreedora de la atención y, considerada con reflexión, ella misma dará a entender que el modo de que se consiga el cumplimiento de lo que la piedad de los reyes de España tiene, con tanto acierto, dispuesto a favor de los in-dios, es éste, y que no puede haber otro que le dispute la preferencia.



19. La mente de Su Majestad ha sido que no se tiranice a los indios y, en fe de esto, les tiene concedidos tanto fueros y privilegios como se advierten en las Leyes [de Indias]. Porque siendo los indios igualmente vasallos, como los españoles, si éstos agravian a aquéllos, no es dudable que el no dar providencia en su remedio la real piedad, o es porque no las puede encontrar su justicia, o porque la malicia de los que habitan aquellos países, o el interés de los jueces que van a ellos, se lo tienen oculto. Pero supuesto que ya no deba militar esta segunda razón [si se acepta nuestra proposición], y que sólo estribe toda la dificultad en la primera, [todo se solucionaría arbitrando lo apropiado o aplicando lo ya dispuesto]. Si el empleo de protector de indios, erigido únicamente a favor de éstos, no reconoce otro objeto que el de mirar por ellos en justicia, ¿quién mejor lo puede hacer e interesarse en el beneficio común de todos, sino uno de su misma nación? y ¿quién mejor hacerse cargo de sus razones que uno de su propia lengua, para pedir por ellos ante el tribunal y para ocurrir al Supremo Consejo de las Indias y aun a las plantas de la misma majestad, cuando en aquéllas se vieren desatendidas sus representaciones? Este solo temor bastaría para contener el desorden de los jueces, y para moderar las pasiones que el interés les hace concebir contra los indios; esto bastaría, y es el único remedio, para que los corregidores no los hostilizasen tan desenfrenadamente, para que los curas entrasen en razón, y para que los dueños de haciendas, los mestizos, y las demás castas no los ultrajasen tan inhumanamente.



20. Pero ya se está viniendo a los ojos el primer impedimento, y el más poderoso que tienen prevenido contra tan admirable providencia la depravada intención de aquellos ánimos, pues, como esto no les tendría cuenta a ninguno, no tardarían en emplear las falsedades, que hoy fulminan para hacer durables las tiranías, al fin de derribar a estos protectores, pretextando que con la demasiada autoridad que se les daba, y con la mejor protección que tenían los indios, saliendo [éstos] de su encogimiento, se querrían sublevar y hacer rey de su nación, que es la fantasma con que atemorizan para que no se inmute el gobierno que ellos, contra toda razón, han entablado. Pero esta abultada sombra de temores pudiera no hacer efecto en la inteligencia de los ministros de acá, si tuvieran un perfecto conocimiento de las propiedades, naturaleza y genio de los indios, que, según tenemos dicho en el primer apéndice del tomo segundo de nuestro viaje, no es inclinado a alboroto, ni a sublevaciones, lo que comprueba bastantemente el que ellos pasan por todas las imposiciones que se les quieren hacer, sin que les causen alteración más de la que es propia en los naturales dóciles y apacibles. Es cierto que una vez entrados en función, como allí se ha dicho, ni temen la muerte, ni los aterrorizan los castigos, ni hay medios de conciliar con ellos la amistad, hasta aniquilarlos. Pero esto procede, por la mayor parte, de que cuando llegan a estas extraordinarias determinaciones, tienen por felicidad mayor el morir en la demanda que el volver a quedar sujetos en el modo con que antes lo estaban, de donde se origina que los que una vez se sublevan y abandonan sus pueblos, no sean reducibles, ni vuelvan [a] la subordinación tan fácilmente, como se está experimentando con los indios de Chile, con los del gobierno de Quijos y de Macas, vecinos de la provincia de Quito y pertenecientes a ella, y con todos los que hasta ahora han negado la obediencia.



21. Para que se vea la solidez con que está fundado este dictamen, no hay más que volver los ojos a la más moderna sublevación de los indios de modernas conversiones, confinantes con las provincias de Jauja y Tarma [los chumchos]. Cuarenta años se han gastado solamente en disponerla, y toda ella se reducía a 2.000 indios cuando empezó [en 1742], siendo el principal fin con que ellos se resolvieron a negar la obediencia, el huir de las vejaciones y molestias de los curas, porque todavía no pagaban tributo; y el atractivo con que su caudillo les granjeaba la voluntad, era decirles que quería libertarlos de la opresión de los españoles. Si aquellas gentes, pues, fueran de ánimos revoltosos ¿hubiera quedado un solo indio, en todas las poblaciones del Perú, que no se hubiese retirado al partido del rebelde, siendo tanto lo que pasan, y la crueldad y desprecio con que son tratados? No por cierto. Y si queda alguna duda, compárese aquella gente con la de acá de Europa, donde apenas hay una mala cabeza que levante la voz en algún reino, cuando al instante tiene de su parte provincias enteras que le sigan, y se conocerá, en la confrontación, la diferencia, y que, por consiguiente, menos lo harían cuando tuviesen mejor trato. En prueba de esto y para que con más seguridad se pueda hacer completo concepto de lo que decimos, citaremos un caso que sucedió hallándonos en la provincia de Quito, y es bastante para confirmarlo.



22. En la jurisdicción de la villa de San Miguel de Ibarra, en el pueblo de Mira, se hallaba de cura uno de los sujetos con quien en Quito habíamos tenido gran correspondencia, y que era también de los muchos a quienes predomina con desenfrenado exceso la codicia. Era moderno en el curato, y por esto, queriendo empezar por los fines, fue su primera extorsión contra los indios la de despojarlos de todas las tierras que les pertenecían y adjudicárselas a sí, haciendo que los mismos dueños de ellas las cultivasen y pusiesen el trabajo personal en aprovechamiento del mismo cura. Los indios se vieron en tal estrecho de necesidad, con éstas y otras muchas extorsiones que no reservaban ni aun al cacique, que, al reconocer éste no había término ni modo que le contuviera, se fue a Quito a dar la queja al obispo, el cual, atendiendo a su justicia, le pareció que sería bastante, por la primera vez, para que el cura no prosiguiese sus atentados, el darle una reprensión. Mas sucedió al contrario, porque sentido de ello, fulminó contra el cacique que se quería sublevar y pasar con los demás indios a la cordillera, dejando desamparado el pueblo; puso la acusación ante la Audiencia, y para provocar al cacique a que hiciera alguna demostración que lo confirmase se apoderó de su hijo mayor y lo incluyó entre sus criados, dándole el ejercicio de que le cuidase de las cabalgaduras y sirviese de estribero, que es lo mismo que lacayo por acá. El cacique se sintió de esto con extremo, mas no [llevó] su despique por el lado que el cura lo tenía discurrido, pues, antes bien, queriendo volver por su honor sin salir de las vías y recursos lícitos, pasó a Quito, llevándose consigo algunos indios, y presentándose a la Audiencia se justificó de la acusación que siniestramente tenía hecha el cura contra él; quejóse de los enormes agravios que les hacía a él y a todos los indios, y del último que acababa de ejecutar, poniendo a su hijo en un ejercicio tan vil. Con esto exhortó la Audiencia al obispo, y este prelado llamó al cura y le hizo una severa reprensión, mandándole que diese satisfacción al cacique y que mudase de conducta, y habiéndolo ofrecido así, se le concedió licencia, después de algunos días, para que se restituyese al curato. Apenas entró en él cuando, más sentido contra el cacique y apoderado de ira, lo hizo llamar; acudió a su presencia con gran puntualidad, y, sin más razón que la de una desenfrenada venganza, lo hizo tender en el patio de su casa, y en presencia de la demás gente del pueblo, así españoles como mestizos e indios, lo hizo azotar, sin respetar ni su distinción, ni su calidad, ni la edad, que era ya crecida, y después le dijo que aquello lo hacía para que supiese las resultas que tenían las quejas que se daban contra los curas. Con esto se retiró del pueblo el cacique, avergonzado, a otro de la misma jurisdicción, y envió indios a Quito para que hiciesen presente a la Audiencia y obispo el ningún efecto que habían tenido las primeras providencias.



23. En este tiempo llegamos a Mira, y así el cacique, como todos los demás del pueblo, nos hicieron relación de lo que había pasado, pero nada le causaba más sentimiento al cacique que el haberle imputado, con tanta falsedad, el delito de que quería sublevarse e incurrir en el torpe borrón de desleal, y así decía, con bastante reflexión y capacidad, que ¿por qué había de hacer un agravio tal contra su señor rey (que es la expresión de que allá usan al nombrarle) cuando su piedad real los favorecía tanto, siendo el cura quien le agraviaba? Ni ¿cómo había de hacer él una vileza contra el honor de su fidelidad para que el cura triunfase de su reputación y conducta? Esto nos dio a entender varias veces, y lo mismo había dicho a los del pueblo, quienes nos lo refirieron con la última queja que este pobre cacique dio, y otras que hicieron los españoles y mestizos del pueblo, porque también llegaban a ellos las centellas del desorden. Nombró la Audiencia juez para que hiciese averiguación y justificase lo que allí pasaba, el cual vino a posar a la misma hacienda donde estábamos alojados, y antes de esto volvió a llamar al cura el obispo y puso un teniente en el curato. Las diligencias se hicieron con bastante formalidad, porque eran comprendidos todos los vecinos en las vejaciones del cura, que a serlo los indios solamente puede ser quedase oscurecida su justicia.



24. Nosotros nos retiramos a Quito, y mereciendo la confianza y buen concepto del obispo, al visitarlo quiso que le informásemos de lo cierto. Y en consecuencia de lo que se dijo quedó absorto del mucho sufrimiento de los indios y nos dio palabra de que aquel sujeto no volvería, ínterin que él ocupase la dignidad, ni al curato de Mira, ni a otro alguno, no obstante ser persona de quien el obispo había hecho grande estimación antes de suceder estos desórdenes. Estos desagravios consiguió por fin aquel cacique e indios por la casualidad de habernos hallado allí y sido testigos de su mala conducta, sin cuya circunstancia, y la de la generalidad de los excesos, hubiera deshecho el cura la gravedad de los cargos que ponían contra él, y los indios quedarían en peor estado que antes, y con la mancha de infidelidad que se les tenía imputada.



25. Véase ahora si lo que este cacique y sus indios padecieron no era bastante, en otra gente menos sufrida y más belicosa e inquieta, para intentar sublevarse y dar fin al cura, mucho más no habiendo en aquel pueblo quien los pudiese contener, ni de parte del cura quien se arrimase a su lado para defenderlo. Y cuando no sucediese esto ¿cómo sería posible evitar que se entrasen en los Andes si ellos lo hubiesen querido hacer, hallándose estas cordilleras tan inmediatas a aquel pueblo que en poco más de cuatro horas de camino se habrían puesto en las tierras libres y con los indios gentiles, cuya distancia es lo mismo para los indios como, entre nosotros, el atravesar una calle? Seguramente se puede creer que, cuando entonces no lo hicieron, fue prueba de su gran quietud y lealtad, lo cual, en lugar de esotro medio ilícito e indecoroso, les inclinó, no pudiendo sobrellevar las injurias y los malos tratos, a que casi todos los indios libres abandonasen su pueblo y pobres chozas y se repartiesen en otros de la misma jurisdicción, dando tiempo a que calmase aquella formidable tempestad que contra ellos se había levantado.



26. A vista de esto, no puede haber fuerza en la razón para persuadirnos a que ejecuten la vileza, que no hacen cuando se ven más abatidos, ajados y ofendidos, si estuviesen más bien tratados y favorecidos, porque ¿cómo hemos de creer que la crueldad o el rigor infunda en estas gentes lealtad y amor a su rey, [y] que el buen trato, la protección y el cariño los haya de transformar en rebeldes, siendo una nación que ama tanto el agasajo y las caricias, que estima como fineza, la mayor que le pueden hacer, el que sus amos les den los desperdicios de todo lo que comen, y tienen en más un pedazo de pan mordido de su boca, o lamer un plato donde hayan comido sus amos, que una porción de vianda que no la hayan tocado? Para ellos es de estimación que aquellos a quienes sirven los pongan junto a sí, y lo mismo el que se les consienta echarse en el suelo inmediatos a los pies de la cama de los amos, y a este respecto, todo lo que es dar pruebas de que los estiman, es para ellos de suma vanagloria y alegría.





27. Si se discurre en la lealtad por otro lado, ninguna nación se encontrará en el mundo que hable con más respeto y veneración de su rey. Nunca toman su nombre en la boca que no antepongan el distintivo de "señor", como se ha dicho, y que al mismo tiempo no se descubran la cabeza, ceremonia que ni de los corregidores, ni de los curas, ni de otros han aprendido, pues, antes por el contrario, en ningún sujeto ven el ejemplo, y contra el torrente de todos, permanecen constantes en esta observancia. Dicen regularmente "el señor rey", y algunas veces, según el asunto, "el señor nuestro rey", pareciéndoles irreverencia nombrar al soberano de otra suerte, lo cual proviene de que, como regularmente oyen decir el señor virrey, el señor presidente, el señor obispo, etc., porque así está puesto en estilo en aquellas partes, se persuaden ellos, y no sin razón, a que si se guarda este respeto a los que son vasallos, es mucho más justo con el príncipe. Con el mismo fundamento, no pudiendo alcanzar ellos la causa de que se hable con Dios sencilla y llanamente, nunca nombran al Santísimo sin anteponer el distintivo de "señor", diciendo el "Señor Santísimo Sacramento". Todo prueba la veneración, el respeto y el amor con que tratan a la majestad, y es asunto digno de la admiración en una gente tan rústica, tan sin cultura en los entendimientos, y que sólo por noticias muy remotas llega a conocer que tiene rey. Por tanto, parece son mucho más acreedores a que se les corresponda, en pago de la lealtad y amor a su príncipe, con tratarlos benigna y cuerdamente, y con honrarlos cuando no lo desmerecen su conducta y operaciones.



28. Si en alguna gente se podría tener recelo de sublevación en las Indias de aquella parte meridional, debería recaer esta sospecha sobre los españoles o sobre los mestizos, que, entregados a la ociosidad y abandonados a los vicios, son los que levantan los ruidos. Pero este punto debe tratarse en particular, y por esto lo dejamos para la sesión adonde corresponde.



29. Determinado, pues, el establecimiento de que fuesen los hijos primogénitos o segundos de los caciques los protectores de los indios, sería preciso revestirse en los primeros años de una gran paciencia y de una confianza muy completa a favor de los indios, persuadiéndose con firmeza que todo cuanto pudiesen deponer contra ellos los ministros, jueces y particulares no era más que artificio para destruir la dada providencia. [Será] forzoso no hacer entero aprecio de las justificaciones que se envían de allá, en cuyo asunto se pudiera decir mucho, y para que la confianza quedase más asegurada [deberíase] hacer que el acusado y el acusador o los acusadores hubiesen de venir a España inmediatamente, guardándose esto con tanto rigor en los principios que, si fuese preciso, por hallarse comprendidos todos los que componen el cuerpo de una Audiencia, viniesen todos, y en su lugar pasase allá uno de los ministros más acreditados del Consejo de Indias, que con rectitud y desinterés hiciese la averiguación, y, concluida legalmente, se castigase acá severamente a los culpados, haciendo algunos ejemplares tales que llegasen allá las noticias tan vivas cuanto se necesita, para que todos conocieran que donde hay justicia no sirve de embarazo al castigo la distancia.



30. El primer caso sucedería, pero viendo que se llevaba el negocio con tanta formalidad y que ni a unos ni a otros se les dispensaba nada de la pena, sería bastante para que no sobreviniese otro. En prueba de ello servirá lo sucedido en tiempo que el marqués de Castelfuerte era virrey del Perú. El ejemplar único que hizo [en 1731] con el protector de indios de la Audiencia de Chuquisaca, don José de Antequera, cuando los ruidos del Paraguay, infundió tanto temor y respeto en las Audiencias, en los corregidores, en los demás ministros y en todo el Perú que, según nos refirió un sujeto que había sido escribano de cámara de la Audiencia de Quito, al leerse las cartas que escribía a aquel tribunal se demudaban todos de color, y cuando recelaban que pudiesen contener alguna reprensión, no atreviéndose a oírla, le decían al mismo escribano que abriese la carta antes de entrar en acuerdo, y se instruyese en su contexto para decirlo después con menos severidad que las de sus expresiones. Un sujeto del respeto de este virrey, y de su justificación y de su desinterés, necesita el Perú, y otro Santa Fe, para entablar las protectorías de los indios en los mismos indios, sin que los alborotos que se deben esperar con esta providencia den en qué entender acá. Pero es necesario que estos sujetos estén primero enterados de todo lo que pasa, para que no se dejen vencer de las adulaciones, de los engaños y de aquel pánico terror de la sublevación, que es el escudo con que se defiende la costumbre.





31. Determinado que fuesen los primogénitos de los caciques [los] protectores fiscales de los demás indios, se había de disponer que, desde la edad de ocho años, los enviasen sus padres a estos reinos, y que en ellos se les enseñasen las primeras letras, y después se repartiesen en los colegios mayores a hacer los regulares cursos de filosofía y leyes, y los que quisieren de teología, también; con esta providencia se arraigarían en la fe e instruirán en ella sólidamente a los demás indios cuando volviesen a sus países. Y para que su manutención acá no perjudicase al Real Erario, se podía cargar a los indios en medio real más de tributo al año, que lo contribuirían muy contentos para este fin. En los ya aptos para el ministerio se habían de proveer las protecturías, dándolas a los que tuviesen informes más aventajados de los mismos colegios, así de sus aprovechamientos en las ciencias como de sus conductas, y se debería observar que el de una provincia fuese a ser protector a otra distante, para apartarlos del amor de la propia patria, quedando a su arbitrio, después que recayese en ellos el cacicazgo, el dejar la garnacha e ir a gozarlo, o permanecer con el empleo renunciando el cacicazgo en su hermano inmediato, interinamente, hasta que fuese tiempo de que su hijo mayor pudiese entrar en él; porque se había de hacer incompatible el ser protector fiscal de indios y cacique a un mismo tiempo, a menos que, por convenir el que permaneciese en la protecturía, se obligase a ello, y entonces le dispensaría el monarca que nombrase teniente, como y cuando le pareciese, en el patrimonio, pero precisándole a que recayese la elección en indio noble o por lo menos libre de pensión de tributos.



32. Estos protectores, como no habían de tener ascenso en las Audiencias, pues el fin es sólo el que los indios tengan quien los defienda con amor e interés, todos ellos dejarían las garnachas cuando llegase el tiempo de entrar a ser caciques, para gozar con quietud y reposo las conveniencias que les pertenecían sin trabajo ni afán. Y convendría así para que después fuese uno de ellos protector particular de cada corregimiento, como los hay ahora, los cuales sirven para dirigir aquellas primeras instancias que se hacen ante los corregidores, y se observa en muchas provincias, aunque no en otras; los nombramientos de estos protectores particulares, que ahora los hacen los virreyes y Audiencias o presidentes, y recaen en españoles legos que sólo van a tomar la granjería del oficio, habían de ir por turno entre todos los caciques dependientes de cada corregimiento, para que el trabajo de defender a los indios fuese compartido entre todos. Y supuesto que no hostilizando a los caciques, ni quitándoles lo que les pertenece, tienen en qué mantenerse, se podía suprimir que los indios contribuyesen derechos a estos protectores por las diligencias que hacen a su favor, o si se alguna que para hacerles apetecible este trabajo tuviesen alguna recompensa, se les podría formar una asignación fija a costa de los mismos indios, acrecentando el medio real más de la derrama de mantener los hijos de los caciques [con] otro cuartillo, cuyo producto montaría tanto que con él habría bastante para la gratificación del protector, para papel sellado y para otras diligencias de justicia.



33. Decimos que se habían de traer los hijos de los caciques a España desde una edad tan tierna, para que acá se instruyesen en las primeras letras y en las humanas y ciencias, para lo cual son varias y fuertes las razones; una, el apartarlos del desprecio y odio con que los españoles de su edad los tratarían en las escuelas de allá, bastante para que nunca aprendiesen cosa alguna; segunda, para que se aprovechasen de la enseñanza de los maestros, la cual no tendrían allá, porque basta el ser indio para que todos tengan a desdoro el enseñarle, aun los mismos mestizos; tercera, para que, apartados de los vicios con que allá despiertan los entendimientos de todos, engendrasen en ellos nueva naturaleza las buenas costumbres, y fuesen timoratos a Dios y celosos de sus conciencias; cuarta, para que contrajesen amor al monarca, respeto a su soberanía, y veneración a sus preceptos, y para que conociesen que la rectitud de su real justicia no pretende hostilizarlos ni que se les agravie; quinta, para que sin pasión se hiciesen las propuestas por estos colegios, y no se les defraudase el mérito, suponiéndolos ignorantes, rudos e incapaces del ministerio que se les debía conferir; sexta, para que sus entendimientos se habilitasen con la comunicación de gentes distintas de las de allá en modales, costumbres y trato, y para que concibiesen amor a toda la nación.



34. Aquellos que descubriesen malas inclinaciones, genios altivos o ánimos belicosos, éstos se deberían inclinar acá al servicio militar, para que, embelesados en el honor de los ascensos, no tuviesen deseos de restituirse a sus países, disponiéndose que los cacicazgos pasasen al hermano inmediato; con esto se evitaría que fuesen a sus países a causar alborotos. [De todas formas debemos señalar] que sería muy raro el que descubriese esta disposición, porque naturalmente se inclina el genio de los indios más a la apacibilidad y a la quietud que a la altivez y desasosiego.



35. No quedaría defraudada esta idea por falta de aplicación ni de habilidad en aquellas gentes; antes bien, podría ser que la delicadeza de sus ingenios se aventajase a los celebrados de por acá, según la mucha agilidad que se nota en ellos para hacer e imitar todo lo que ven, como se ha dicho en la primera parte de nuestra historia. Si cupiera, por ejemplar, el de algunos mestizos, podíamos traer a la memoria, entre ellos, el de un Garcilaso Inca, pero los indios puros no se han visto todavía en el caso de medir sus talentos en las letras, porque no se les han franqueado las luces de ellas por el medio de las escuelas.



36. Una de las cosas que deben causar novedad es que se les prive a los indios del sacerdocio después de tantos años de convertidos. Con razón se ha observado esto atendiendo a la corta capacidad que concurre en ellos, y no reputándose ni aun aptos a recibir el sacramento de la eucaristía, menos lo serán para el de las órdenes. Pero ¿de qué nace esta grande ignorancia si no es de la falta de educación y de doctrina? Si se les diera la necesaria se descubriría en ellos el inestimable tesoro del entendimiento, que hasta ahora se mantiene escondido entre las sombras de la ignorancia y en los embarazos de la falta de cultura. ¿Qué fuéramos nosotros si hubiéramos nacido y nos criáramos con la falta de maestros que los indios? A no decir que peores, seríamos lo mismo. Supuesto, pues, que entre los que se educasen en los colegios de acá hubiese algunos que se inclinasen a la Iglesia, deberían concedérseles las órdenes sacerdotales y establecerse que éstos, sin hacer oposiciones allá, fuesen preferidos en los mejores curatos a todos los españoles, y que si su conducta lo mereciese ascendiesen también a las dignidades eclesiásticas. Esto solo bastaría para contener los desórdenes de los demás curas, y para darles emulación a que enseñasen a los indios con la formalidad y cuidado que se requiere. El ver los indios uno de su nación puesto en el altar, causaría en todos tanto regocijo que no sé si alcanzarían sus fuerzas a sobrellevarlo sin que el mismo gusto los ahogase. Bien se deja considerar el amor, la voluntad y la dulzura con que estos curas los instruirían en los preceptos de la religión; el aborrecimiento que tomarían a los vicios, y el horror, viéndolos reprendidos por los suyos mismos, y la puntualidad con que guardarían los preceptos de Dios y de la Iglesia, al verlos respetados de sus curas y apoyados con el ejemplo de la predicación de uno de su misma nación.



37. El segundo reparo que podrán objetar los que repugnarían esta providencia es el de que, recayendo las protecturías en los hijos mayores de los caciques, y quedando a su arbitrio el permanecer en ellas y renunciar por sí los cacicazgos en uno de sus hermanos hasta que el hijo mayor estuviese en aptitud de entrar en ellos, se disminuirían los tributos, mediante quedar exentos de él los caciques. Esta objeción es de tan poca monta que no merece casi la atención, pues no pudiéndose extender el número de los exentados más que al de las Audiencias, aun cuando fuese mucho más considerable, no se debía reparar en ella, antes bien [se debía] sacrificar la cantidad de su importe al logro de que no padeciese toda aquella gente, además de que de esta providencia resultaría grande aumento en los indios, y [que] no fueran cada vez en mayor decadencia. Lo mismo decimos de los pocos que quedarían acá en el ejército, y en cuanto a los que recibiesen las órdenes sagradas, como no debían dárseles éstas más que a aquellos cuya inclinación y virtud lo pidiese con instancia, no serían muchos, mayormente cuando, siendo los herederos del cacicazgo, habría pocos que quisiesen dejar la sucesión de sus familias para el segundo hermano; pero siempre convendría que hubiese algunos curas de la misma nación, por los motivos que dejamos dichos, bien fuesen de los hijos mayores de los caciques o de los segundos, [de los que sería conveniente] que se trajesen algunos. Con el mismo fin era preciso instituir las circunstancias de que se hubiesen de ordenar acá, en España, y que quedase prohibido el que ninguno pudiese recibir las órdenes allá ni dárselas los obispos con ningún pretexto. De este modo quedaría evitado el que, por librarse de la paga de los tributos, se ordenasen muchos indios o entrasen en las religiones, y a costa de perderse los de 50 ó 60 sujetos indios que se proveyesen en curatos, en una provincia como la de Quito, que tiene 200, se remediarían muchos males y se contendrían los desórdenes, sin que en ello hubiese pérdida alguna, respecto de que al presente, entre sacristanes, cantores y criados de los curas, que hay en todos los pueblos con el título de "servicio de Iglesia", se emplean doce o catorce indios en cada uno, los cuales están libres de tributo. Y así, al aumentar uno más o el suprimir de aquellos tantos cuantos hubiese curas indios, no sería menoscabo para los tributos.



38. Otra objeción que se le pondría a esta determinación sería la de que si había de vestir garnacha y entrar en la Audiencia un indio, o si habría de sentarse en el coro de una catedral. Pero éstas, y otras que se pueden hacer no más formales que ellas, no merecen el que nos detengamos a su solución, pues ¿cuánto peor es, si se examina con alguna reflexión, que haya en unos y en otros empleos sujetos con mezcla de sangre y otras manchas que ya ha borrado, si no de la memoria, [sí] de la murmuración, la dignidad? Siendo, pues, los hijos de los caciques de sangre limpia, y nobles en su modo, ¿ qué reparo puede ser el que el color del cutis no sea tan blanco como el de los españoles? ¿Dejará de haber entre los españoles linajes esclarecidísimos por no ser nosotros tan blancos como los nacionales del Norte? Pues del mismo modo ni este ni otros reparos que podrá prevenir la malicia, deben servir de obstáculo para dejar de resolver en cosa tan necesaria, una vez que queda desvanecido el principal obstáculo de que, trayendo a España los indios, con la diferencia de temperamento y de comidas, morirían todos. [Este reparo] no es de grande entidad, porque trayendo indios que no sean de temperamentos cálidos semejantes a los de Guayaquil, Tierra Firme y otras [tierras] semejantes, no extrañarían ni lo uno ni lo otro, porque desde Lima para el Sur, y toda la serranía, tienen temples unos como el de España, y otros aún algo más fríos, [y] los mantenimientos son los mismos. Y si esta objeción no tiene fuerza para el caso, con que no deteniéndonos más en este asunto podremos pasar a otro, para dar fin a esta sesión.



39. La grande mortandad que causa en los indios la epidemia de las viruelas proviene, además del peligro que es propio de esta enfermedad, del grande desamparo en que los halla cuando los acomete, y de la falta total de providencia para su curación. Todos saben que no hay accidente que pida mayor abrigo, y, por el contrario, no hay mayor desabrigo que el de los indios, pues, como se ha dicho en la primera parte de la Historia, su alojamiento está reducido a una pobre choza, sus muebles son ningunos, sus vestidos consisten en la camiseta y capisayo, su cama en dos o tres pellejos de carnero, y aquí se concluye todo el ajuar y vestimenta. En este estado les coge la enfermedad y, haciendo su curso regular, termina con la vida. Allí ni hay otras personas que los asistan, a excepción de las propias indias, sus mujeres, ni más medicamentos que la naturaleza, ni otro regalo para su alimento que el continuo de las hierbas, camcha, mascha y chicha. Con que no solamente las viruelas, sino cualquier otra enfermedad grave es mortal en ellos desde que empieza. En el tomo ya citado de la Historia queda dicho lo perteneciente a la mala providencia de hospitales que hay en todo aquel país, pues, aunque todos los lugares grandes, como ciudades, villas y asientos, tienen fundación de ellos y éstos son de patronato real, sólo permanecen sus nombres y los solares en donde estaban las fábricas, lo cual se puede inferir por lo que sucede en la provincia de Quito, donde siendo siete las fundaciones de hospitales sólo existe uno, que es el de la capital, y de los restantes ya no ha quedado ni aun el simple cubierto. Indagando la causa de que se hallase en tal estado una providencia tan necesaria, y más precisa en aquellos países que en algún otro, sólo se pudo sacar en limpio que en unos era por haber dejado perder las rentas, y en otros porque la mala administración de ellas era causa de que quedasen embebidas en las particulares utilidades de los administradores, pero no [pudimos averiguar] cuál fuese la de que estuviesen deterioradas ni cuál la de que no hubiese quién celase la conducta de los administradores.



40. Aunque estos hospitales estuviesen en el mejor estado que se pueda discurrir, no bastarían a que se pudiesen socorrer en ellos todos los indios, porque, [como los que hay son pocos], no es comodidad para un enfermo el tener que caminar doce o quince leguas, que tal vez habrá desde su pueblo hasta el lugar en que se halla el hospital. Y así, aunque no se ofreciera este inconveniente, nunca serían bastantes los que pudiese haber, mucho más no siendo las rentas de todos ellos muy sobresalientes, ni habiendo en las poblaciones donde los hay, a excepción de Quito, en toda aquella provincia, médico ni botica para la asistencia. Con que, aun cuando estuvieran en estado de servicio los hospitales que tienen fundación, lo que no hallarían en ellos los indios y los demás pobres sería buena cama, buen alimento y curanderos que los asistiesen. [Por] esto mismo convendría que se estableciese en cada pueblo [un hospital], y para ello [que hubiera] una casa donde a lo menos tuviesen el abrigo y alimento necesario; pero sería forzoso huir de que corriese con su situado quien se utilizase en él y no atendiese al bien de los indios con el amor y caridad necesaria.



41. Del mismo modo se les debería obligar a los dueños de toda suerte de haciendas, pues tanto usufructo sacan de lo que tiranizan a los indios, a que tuviesen un lugar acomodado, capaz y con buenas camas, para aliviar a los enfermos de su hacienda, mediante que el número de los que algunas tienen es tan grande que suele pasar de 200, que son otras tantas familias. Esta enfermería debería tener separación de sala para mujeres y para hombres, y en ellas se les debería suministrar a los indios, a costa de las mismas haciendas, el alimento necesario, porque para todo dejan las ganancias que se sacan de su trabajo. Con esta providencia no serían tantos los que muriesen de miseria y de desabrigo. Y para que [esta enfermería] estuviese siempre existente, convenía también la providencia de que los protectores fiscales fuesen de los mismos indios, como se ha dicho, ordenándose que los particulares de los corregimientos, el año que lo fuesen, visitasen una vez todos los hospitales sin excepción de ninguno, aunque los administrasen regulares, e hiciesen un estado de ellos, el cual habían de enviar al protector fiscal de la Audiencia adonde perteneciese, para que, enterado éste de todo, pudiese dar cuenta a aquel tribunal y pedir en justicia lo que fuese necesario, para que así ni se defraudase lo que se asignase a esta providencia ni decayesen, por falta de cuidado, del buen estado en que se deben mantener siempre.



42. Asentada ya esta providencia tan necesaria y urgente en todos aquellos reinos, resta ver en qué modo se podría mantener sin gravamen del Real Erario, perjuicio de los indios, ni grave pensión de los particulares; [pero se ha de tener en cuenta que incluso] si faltaran otros recursos, sería más conveniente y caritativo a su favor, el gravar a aquellos [indios] en uno o en dos reales o más, si fuese necesario, al año, sobre el tributo que pagan, que el que deje de haber estos hospitales, mediante que, aumentándoseles los salarios de mita al pie que ya se ha dicho, y los jornales de los libres, les sería llevadera cualquier pensión que se les impusiere en su propio beneficio. Pero atendiendo a que no es necesario gravarlos más de lo que están para que se erijan y mantengan estos hospitales, ocurriremos a los demás arbitrios que no perjudican al rey en nada, ni al público sensiblemente.



43. El primer recurso que se ofrece es el de las penas de cámara de aquellas audiencias, cuyo monto ha estado puesto en práctica repartirlo entre sí los oidores por Navidad, con cuyo incentivo no sólo han tenido motivo para conmutar en ellas las penas de más rigor, que eran correspondientes a otros [tales] delitos, sino que, huyendo de distribuirlas en los legítimos fines que se les asignaban, por no disminuir el propio ingreso, no llega el caso de que se cumplan los destierros de los que salen condenados al presidio de Valdivia, por ahorrar el costo de conducirlos hasta Lima, que es de donde se despacha el situado. Y puesto que ni en esto, ni en ninguna otra cosa equivalente, se consumen, parece que no se les puede dar destino más acertado y propio que el de los hospitales para los indios. Pero como no serían equivalentes para tantos como se proponen, se hace preciso recurrir a otros arbitrios, a fin de que, con el producto de todos, se puedan mantener; dos son los que contribuirán a ello, tales que aún puede ser excedan a lo que necesitamos. Y como éstos se deben arreglar según conviniere mejor en cada provincia, pondremos el ejemplo en las de Quito y Lima, a cuyo respecto se podrá considerar lo que conviniere más en las otras, según el tráfico y efectos que produce cada una.



44. No hay hacienda, sea de religión, de eclesiásticos seculares, o de seglares, que no se sirva de indios, en todo el Perú, como queda dicho, a excepción de las de trapiche, o ingenios de azúcar, que tiene la Compañía [de Jesús] en la provincia de Quito, y de las haciendas de "valles", pertenecientes a toda suerte de personas, que se trabajan con negros. En esta suposición, podemos decir, sin apartarnos mucho de lo riguroso, que son los indios los que trabajan en todas las haciendas, fábricas, minas y ejercicios de arrieros, para que se trafique de unas partes a otras, y siendo así, parece que es de justicia el que todos los que se utilizan en el trabajo de los indios, contribuyan a su curación cuando están enfermos, a fin de que su número no descaezca, pues en tanto cuanto hay indios, tendrán ganancias, y en siendo pocos, no las lograrán tan aventajadas. Empezando, pues, ya a determinar el modo de la contribución, sin que se haga pesada para los particulares, porque se debe atender no menos a éstos que a aquéllos, pudiera imponerse en la provincia de Quito sobre todos los géneros y efectos que le entran, sea por el camino de Popayán, o por las vías de las bodegas de Guayaquil, una cosa proporcionada, además, de lo que ahora pagan, en esta forma:



45. En las bodegas de Babahoyo, el Caracol, Yaguache y el Naranjal, paga de aduana una botija de aguardiente de Castilla (que es el de uvas), un real por derechos de aduanas, y puesta en Quito vale de 60 a 70 pesos; con que el que se le asignase otro real más que hubiese de pagar en la misma bodega para los hospitales, no sería cosa tan excesiva que hiciese perjuicio a nadie. Cada botija de vino de la Nazca paga, en las mismas bodegas, medio real, y vale en Quito de 20 a 25 pesos; con que el hacer que pagase otro medio real, no es demasía. Un fardo de ropa de la tierra que baja de Quito, paga real y se le podía cargar reales de hospitales; si es de ropa de Castilla (distintivo que le dan allí a todo lo que es cosa de Europa) paga reales y se le podría echar más para los hospitales. A este respecto, pudiera hacerse en todo lo demás, y subiría a tanto que, a no ser bastante este renglón sólo para mantener los hospitales, le faltaría muy poco.



46. El segundo arbitrio para la misma provincia de Quito debe recaer sobre los aguardientes que se fabrican con el jugo de la caña de azúcar, cuyo consumo es tan considerable en toda ella que no es comparable al que tiene el vino y aguardiente de uvas juntos, porque éstos le tienen muy poco y el de aquél es grandísimo, como se ha dicho en la primera parte de [la Historia de] nuestro viaje; esto se ha de entender a excepción de Guayaquil, porque en aquella ciudad sólo se gastan de estos frutos los que van de Lima. Este aguardiente de cañas está prohibido rigurosamente, y asignadas penas a los que contravengan en ello; pero como los remedios a esta prohibición son dar a los gobernadores nuevos motivos de ingreso, y que, indultándose los dueños de trapiches con los gobernadores y ministros, se les disimule, y aún [se les] dé amplia facultad para que lo fabriquen y vendan públicamente, y respecto a que es imposible lograr el fin, y que el daño que esta bebida causa a la naturaleza no es tan considerable como el que ocasiona el de uvas, parece que convendría levantar la prohibición, y que la utilidad que con ella tienen los gobernadores y demás ministros, recayese lícitamente en los hospitales, imponiendo en cada arroba el derecho de dos reales, o más si pareciese necesario, cuya carga no es más gravosa contra los dueños principales que las demás que quedan asignadas, y sería bastante, como se ha dicho, para sostener esta piadosa obra.



47. Dos razones hay en Quito para que nunca pueda faltar la fábrica y uso de este aguardiente. La primera, que la cantidad que dan de él en las pulperías por medio real, equivale a la que costaría ocho reales del de uva; y así, si no se vendiera, o habían de dejar su uso los que lo acostumbran (cosa que se puede tener por imposible en aquellos reinos), o la gente ordinaria y pobre que no pudiera soportar el costo del de uvas había de hurtar para comprarlo, siendo cosa negada el que se pasen sin él. Y la segunda, que hay muchas haciendas de cañas, las cuales no siendo propias para otra cosa por su temperamento, el jugo de la caña no lo es tampoco para otro fin que el de hacer aguardientes, porque no puede cuajar en azúcares, ni convertirse en buenas mieles, por ser aguanosos; con que, o sería forzoso que sus dueños las abandonasen totalmente, o mantenerlas con el fin de hacer guarapos y aguardientes.



48. El aguardiente de cañas, cuando no es resacado, ni es tan fuerte o violento como el de uvas, ni tan nocivo a la salud, según el dictamen del botánico que envió el rey de Francia con la compañía francesa, monsieur De Jussleu porque, además de la menor fortaleza, no es tan seco, y mucho más balsámico. Por esta razón, el mismo monsieur De Jussieu, un sujeto muy arreglado, para cuando se sentía algo indispuesto del estómago, lo prefería, tomando una corta porción de él y quemándolo primero con un terroncillo de azúcar, y aconsejaba a todos que hiciesen lo mismo, y que diesen de mano al otro; para toda suerte de medicamentos lo empleaba siempre, y nunca quería servirse del de uvas, diciendo que no sabía cómo podían haber informado a España hombres que se tuviesen por inteligentes en la medicina, que este aguardiente era más perjudicial a la salud que el otro, siendo totalmente al contrario. Del mismo sentir era monsieur Seniergues, cirujano de aquella compañía, y se servía de él, dándole la misma preferencia que el botánico.



49. En Lima no corre la misma paridad que en Quito, porque, con la abundancia que hay de vinos y aguardientes de uvas, no se fabrica de cañas, o es poco el que se hace, y, a proporción, tiene muy escaso consumo. Pero hasta la imposición sobre los géneros y efectos que entran por mar y por tierra, para [obtener] lo que pueden necesitar todos los hospitales de los pueblos de la jurisdicción de aquella Audiencia. Del mismo modo se debe arreglar la contribución en todas las demás y, sin que la carga venga a ser gravosa al público, hacer una obra, la mayor, más necesaria y piadosa, que se puede discurrir para el bien común de los indios.



50. Una de las circunstancias más dignas de atención en este particular, y en que se debe poner todo cuidado, es en que los eclesiásticos concurran a ella del mismo modo que los seglares, sin excepción de ninguno, porque lo contrario sería que todo el peso recayese sobre estos últimos, siendo general para todos el bien, y quienes más lo disfrutan, las religiones, por ser mayor el número de haciendas que gozan. No se les ha de permitir, por ningún motivo, el que se puedan indultar ando por una vez un tanto, mediante a que no corresponde el tal indulto, ni conviene en una cosa que debe subsistir siempre, sino que cada uno pague, de lo que entrare o sacare, el [pertinente] derecho de hospitalidad; ni deben exceptuarse, por lo que ya queda dicho, aquellas religiones que tuvieren preeminencias más sobresalientes que las comunes en las demás, sino que todas pasen por un mismo reglamento, pues tanto servicio reciben de los indios los que tienen estas preeminencias, como los que carecen de ellas.



51. El establecimiento de estas contribuciones, aunque tan justas y moderadas como queda visto, no dejará de encontrar bastantes contradicciones. Los dueños de haciendas dirán que es fuera de razón el que [por una parte] se les obligue a tener hospitales, y por otra parte a contribuir para la subsistencia de los de los pueblos; las religiones, entre éstos, saldrán representando que en sus conventos y hospicios tienen enfermerías para sí, y que en ellas se curan todos los indios que les asisten, [y] los comerciantes, que ellos pagan por entero a los indios cuando los emplean. Pero todo esto no debe hacer fuerza, porque tan desamparados están los indios que sirven a las religiones en las ciudades, como los que hacen mita en las haciendas, y como los que viven en los pueblos con la voz de libres. Los dueños de haciendas deben contribuir no menos al bien común de los indios libres [que] al de los que mantienen en ellas de mitayos, porque deben considerar que aquéllos, [aunque] no hagan mita (como sucede ahora), son causa de que la puedan hacer los otros, y que si se guardara el orden de la mita, deberían irse remudando, como tenemos dicho; con que no es menor el interés que tienen en los unos que el que reciben de los otros. Los comerciantes, aunque es cierto pagan por entero a los indios, y mejor que ningunos otros, deben reflexionar que no les bastaría el dinero si les faltasen indios para hacer su comercio. Y, en una palabra, que todo cuanto se cultiva y se trafica en el Perú, según queda ya advertido, se hace por medio de los indios, con que todos deben concurrir, en justicia, a su subsistencia y a procurar los medios de reparar su decadencia.



52. Determinado ya el modo de que los hospitales se mantengan, nos resta ver cuál será el que se pueda arbitrar para que todo el producto de lo asignado no se convierta en fraude, y deje de conseguirse el fin; de qué sujetos se podrá echar mano para que administren estos caudales y dispongan su distribución con celo, con inteligencia, con aplicación y con limpieza; a quién se nombrará en cada pueblo para que tenga a su cargo la administración de los hospitales, y cómo se dispondrá todo de suerte que se luzca y que los indios gocen beneficio tan grande. Si se les hace el encargo de esta dirección a los obispos, aunque estos prelados quieran manifestar el mayor celo que es posible, toda la vez que ahora no remedian los desórdenes de los curas y de los demás eclesiásticos que están a su disposición, ¿qué seguridad puede haber de que lo hagan en asunto que no grava tanto sus conciencias como aquél? [Poca,] mayormente cuando, siéndoles forzoso descargar lo fuerte de este peso sobre otras personas de su confianza, es darles ingreso a éstos y quitar comodidad a los indios. Si se encarga de ello a los gobernadores, es lo mismo que agregarles una nueva renta a las muchas que ellos se procuran. Si se da a las religiones hospitaleras, como a la de Nuestra Señora de Belem, establecida en todos aquellos reinos, o a la de San Juan de Dios, será agregar riquezas a las comunidades, sobre las muchas que allí tienen, sin beneficio del público, ni esperanza de tenerlo. Sólo un arbitrio hay, el único a nuestro parecer que puede salvar los inconvenientes de aquéllos, y es que todo este negocio se ponga al cuidado y celo de los padres de la Compañía, pues aunque su instituto no sea de hospitalidad, el dirigir este negocio no es ser hospitaleros, ni es menos piadoso y agradable a Dios el de tomarlo a su cargo que el de la predicación y enseñanza del Evangelio, pues uno y otro son actos de caridad, la cual en ninguna religión, de las que hasta el presente se hallan establecidas en las Indias, se nota con las ventajas que en ésta, en cuyo asunto nos dilataremos lo necesario cuando tratemos de las religiones. Con que sería muy acertado encomendarle [a la Compañía] esta obra tan importante, y aun obligarla a que la admitiese, si se reconociese necesario. Pero para evitar que el público o las demás religiones, movidas de la natural envidia que regularmente acomete a la mayor confianza, fulminasen contra ella las poco fundadas voces que han solido, pretendiendo manchar el acierto de su conducta, se dispondría todo con las precauciones necesarias, como las que podremos exponer, u otras equivalentes, que lo evitasen.



53. A la religión de la Compañía había de pertenecer el percibir inmediatamente todo lo asignado a hospitales, sin que entrase en las cajas reales, ni los oficiales de la Real Hacienda tuviesen intervención en ello; sólo sí [intervendría], como de testigo autorizado, con consentimiento [expreso], el protector fiscal de los indios, haciendo el oficio [de tal en lo referente al] producto del derecho de hospitalidad, y no [en] otra cosa [si no] para dar razón al Consejo de Indias inmediatamente, [y] sin que las Audiencias pudiesen tener tampoco más conocimiento en este asunto que los oficiales reales, a fin de evitar con esto el que el producto de la hospitalidad se aplicase a otro destino que el legítimo suyo, con cualquiera urgencia o motivo que se ofreciese [y] que los oficiales reales pudiesen oscurecer parte de su producto, retardar las entregas, pretender gajes o tener algún otro arbitrio en ello.



54. Se le debería conceder a la religión de la Compañía [que] por sí, con intervención del protector fiscal, pudiese nombrar los administradores y guardas necesarios para que éstos percibiesen los derechos de los hospitales, y que los minasen a su salvoconducto siempre que les pareciese, gozando aquellos a quienes diesen estos empleos y ejercicios los mismos fueros y preeminencias que tienen los que están empleados en las rentas reales. Pero si le pareciese a esta religión [conveniente] el poner administradores o procuradores de su misma religión, que lo pudiese hacer, pero que en este caso hubiese de haber un tesorero seglar que percibiese el dinero de la primera mano, el cual debería ser nombrado por la misma Compañía, con intervención del protector fiscal.



55. Cada mes se debería hacer la entrega del dinero a la Compañía, y el administrador o tesorero manifestar sus libros de entradas al protector, para que éste tomase una razón por mayor de la que hubiese habido en él. Y en todo lo demás la Compañía sería libre para distribuir el dinero, nombrar un administrador de hospital en cada pueblo, y mujeres para que asistiesen en ellos, que son allá las curanderas, y demás providencias necesarias.



56. El protector fiscal debería enviar al Consejo de Indias cada año, según se ha dicho, la razón del dinero que la Compañía hubiese percibido, y esta religión la de su distribución por menor, sin más justificación que la de su dicho, el cual es digno de mayor fe que los que pueden venir autorizados de jueces y escribanos. Porque cuando hay extravío en la distribución concurren todos a él, y unos ocultan la mala conducta de los otros, por cuya razón es difícil llegar a conocer acá lo que allá se ejecuta.



57. Déjase comprender que la Compañía tomaría sus medidas en todo, empezando por hacer elección de un sujeto de gobierno, inteligencia y capacidad que manejase todos los fondos a imitación de los procuradores que tiene en todas las provincias para el de las rentas que les pertenecen. La misma Compañía tendría otros procuradores de la misma religión en cada colegio particular, para que estuviese al cargo de él el gobierno económico de los hospitales que perteneciesen a cada corregimiento, lo cual consistiría solamente en dar esta comisión a uno de los sujetos que asistiesen a él, sin que en esto se les siguiese perjuicio alguno, mediante que en todos ellos tienen colegios, y en uno u otro donde faltase, como sucede en la provincia de Quito, que de todos los corregimientos que le pertenecen, sólo en el de Chimbo no tienen colegio, allí destinarían un sujeto para que residiese en alguna de sus haciendas, o, si no la tuviesen, podían agregar esta procuraduría a la más inmediata. Con lo cual estarían celados, y en un permanente ser, todos los hospitales, con buena asistencia, sin que hiciese falta nada, bien servidos y sin que se desperdiciase en extraviados fines lo que se asignase para ellos. Porque además del don de gobierno, en que todos convienen a favor de esta religión, su celo, su eficacia, su caridad y el amor particular con que mira y trata a los indios, son prendas que se hallan tan elevadas en todos sus individuos que los hace dignos y únicos acreedores a tanta confianza, cual la necesita y pide el cuidado de los indios, los cuales, verdaderamente menores, hoy no tienen quien mire por ellos, aun con aquella precisa caridad de prójimos.



58. Para cualquiera otra especie de tribunal, comunidad, o sujeto a quien se hiciera este encargo, que no sea la Compañía, no le serviría de pensión o carga, sino de comodidad y provecho, porque aunque empezaran con fervor como les sucedió a los padres betlemitas en Quito, cuando consiguieron que se les adjudicasen las rentas de aquel hospital y lo tomaron a su cargo , después se aplicarían al aumento de la propia utilidad, dejando el fin principal tan decaído cuanto ya está dando a entender la experiencia en aquél, y como se está palpando en las memorias de los demás hospitales que se fundaron de orden de Su Majestad, y a sus reales expensas, en las principales poblaciones de aquella provincia; esto es lo que no hay motivos de recelar de parte de la Compañía. Para esta religión sería pensión verdaderamente este encargo y, por tanto, habría la precisión de remunerárselo en algo, lo cual podría ser en que sus géneros y efectos no hiciesen ninguna contribución con fin de hospitalidad, mediante que bastaba la de dar y mantener procuradores en todos los corregimientos para que cuidasen de todo lo perteneciente a hospitales. Pero porque esta gracia, que bien mirada sería justicia, enconaría más los ánimos de las otras religiones contra ésta, y aun los de algunos seglares (aunque no todos), para que no causase en ellos tanto reparo, convendría que, por lo perteneciente a aguardientes, no pagasen nada, lo cual no sería para ellos más que una gracia distintiva de honor, en que se perpetuaría a la memoria la rectitud con que observan y guardan las órdenes del soberano, porque en sus haciendas y trapiches no se ha fabricado nunca aguardiente de cañas para vender, y que de todos los demás géneros contribuyesen con la mitad de lo que correspondería, o con aquello que pareciese conveniente, únicamente para que no tuviesen que decir, o fulminar, como lo suele hacer la indiscreción.



59. Esta obra sería la más heroica y la más agradable a Dios que se puede imaginar. Los hombres desapasionados y que tuvieren conocimiento de aquellos países lo sentirán así, y aún los mismos que los habitan, cuando reflexionen, no dejarán de conocer cuán necesaria es y la grande utilidad que facilitará a todos, conteniendo tanta mortandad de indios como perece por falta de un recurso semejante. Por esto no hemos escrupulizado en detenernos algo sobre ella y en proponer los medios que nos han parecido más propios, según los podemos alcanzar, con el buen fin de que se repare en parte aquella miserable gente, y que se les procuren los mejores medios de aliviarlos en tanta miseria y desdicha como la que están experimentando y padeciendo.